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El dinero no es la única razón y quizá no es motivo alguno cuando escribir viene por una necesidad inexplorada. Disimular los demonios internos es la única traición que un escritor no se puede permitir, ellos son los enemigos que no merecen compasión y más de un héroe intestino hará falta para enfrentarlos. El oficio de escribir es el arte de vencerse uno mismo. ¡Peregrina tarea!
Por instantes el escritor no para de soñar y como creador tiene todo el poder. Sus herramientas para construir mundos, elaborar personajes y escudriñar situaciones están muy cerca de las sombras de sus pensamientos amalgamados por un lenguaje impuesto desde su infancia y madurado en las barricas de la experiencia.
A diferencia del todopoderoso que inventó las lenguas y dejó a los humanos nadando en sus tragedias para crear textos alusivos; para el mortal creador escribir es una tarea de disección propia. La imagen interna descompuesta del autor se convierte en la conexión con su semejante. Escudriñar esa imagen y semejanza lo convierte en testigo sigiloso de la naturaleza humana, y esa es la materia prima de cualquier historia, y lo más parecido a ser Dios.
Germinar una idea desde lo más sencillo de ser humano lo hace incuestionable y sobre todo creíble. Ahí radica la honestidad del relato. Apasionar al semejante con una historia precisa de ideas simples y argumentos contundentes; esa fórmula subvierte cualquier lugar común. Historias memorables se convierten entonces en parte del simbolismo cotidiano: la locura de un Quijote, los amores de una Madame Bovary, la circularidad de varios Cortázar, los miedos de Stephen King, entre otras cosas, hacen explorar el mundo desde diferentes ojos, ajenas realidades, distintos sentidos, y la telepatía con el lector produce una encantamiento de desenlaces inesperados. Intervienen las memorias y experiencias del receptor y los estímulos de la historia hacen salpicar sinopsis inexistentes en la mente del otro.
Hoy en día la velocidad mundana, la televisión y el cine (lecturas pre-empacadas), el amor, los divorcios y otras calamidades hacen cada vez más difícil la tarea de sumergirse en aquel ejercicio telepático, la lectura. ¿Y para qué se escribe? Sino por la pura fijación en tiempo y espacio de otros ojos que no son los tuyos. La fría ignorancia de los cómplices más cercanos también se vuelve un obstáculo para el creador. La brevedad de los fines de semana o cualquier tiempo libre y el ruido de la autopista de la información nos alejan de aquellas letras tan amadas por su autor.
Los correos electrónicos descuidan la magia de la literatura dándole paso a la lectura inmediata y acomodaticia. Pero no deja de ser una herramienta fascinante, haciendo la competencia por los ojos del lector más dinámica. Toda esta tecnología todavía no le ha aportado al lenguaje las promesas de una mejor lectura. El papel y los humanos siguen siendo indispensables, como cuando rayamos los primeros papiros inventando tintas con ansias de eternidad.
Muchas neuronas han ordeno letras o símbolos para construir situaciones en mundos, y es suficiente para poder escribir y jugar a la permanencia sobre la naturaleza mortal. Los signos esconden amores y odios no correspondidos, secretos y verdades no contadas, deseos y desilusiones calladas, refugios y heridas encubiertas, cobardía y valentía baratas.
La literatura es el intermediario perfecto entre humanos.
Por eso escribo.