viernes, 28 de marzo de 2008

Escribir 2.0

El trabajo de escribir se convierte en un deber cuando la ambición de producir un fruto literario se transforma en una obsesión. En el proceso la gente cercana siente celos de la libertad que brinda la actividad, pero al mismo tiempo se tornan prisioneros y estorbos del camino creador. Hasta el gato se queja.

El dinero no es la única razón y quizá no es motivo alguno cuando escribir viene por una necesidad inexplorada. Disimular los demonios internos es la única traición que un escritor no se puede permitir, ellos son los enemigos que no merecen compasión y más de un héroe intestino hará falta para enfrentarlos. El oficio de escribir es el arte de vencerse uno mismo. ¡Peregrina tarea!

Por instantes el escritor no para de soñar y como creador tiene todo el poder. Sus herramientas para construir mundos, elaborar personajes y escudriñar situaciones están muy cerca de las sombras de sus pensamientos amalgamados por un lenguaje impuesto desde su infancia y madurado en las barricas de la experiencia.

A diferencia del todopoderoso que inventó las lenguas y dejó a los humanos nadando en sus tragedias para crear textos alusivos; para el mortal creador escribir es una tarea de disección propia. La imagen interna descompuesta del autor se convierte en la conexión con su semejante. Escudriñar esa imagen y semejanza lo convierte en testigo sigiloso de la naturaleza humana, y esa es la materia prima de cualquier historia, y lo más parecido a ser Dios.

Germinar una idea desde lo más sencillo de ser humano lo hace incuestionable y sobre todo creíble. Ahí radica la honestidad del relato. Apasionar al semejante con una historia precisa de ideas simples y argumentos contundentes; esa fórmula subvierte cualquier lugar común. Historias memorables se convierten entonces en parte del simbolismo cotidiano: la locura de un Quijote, los amores de una Madame Bovary, la circularidad de varios Cortázar, los miedos de Stephen King, entre otras cosas, hacen explorar el mundo desde diferentes ojos, ajenas realidades, distintos sentidos, y la telepatía con el lector produce una encantamiento de desenlaces inesperados. Intervienen las memorias y experiencias del receptor y los estímulos de la historia hacen salpicar sinopsis inexistentes en la mente del otro.

Hoy en día la velocidad mundana, la televisión y el cine (lecturas pre-empacadas), el amor, los divorcios y otras calamidades hacen cada vez más difícil la tarea de sumergirse en aquel ejercicio telepático, la lectura. ¿Y para qué se escribe? Sino por la pura fijación en tiempo y espacio de otros ojos que no son los tuyos. La fría ignorancia de los cómplices más cercanos también se vuelve un obstáculo para el creador. La brevedad de los fines de semana o cualquier tiempo libre y el ruido de la autopista de la información nos alejan de aquellas letras tan amadas por su autor.

Los correos electrónicos descuidan la magia de la literatura dándole paso a la lectura inmediata y acomodaticia. Pero no deja de ser una herramienta fascinante, haciendo la competencia por los ojos del lector más dinámica. Toda esta tecnología todavía no le ha aportado al lenguaje las promesas de una mejor lectura. El papel y los humanos siguen siendo indispensables, como cuando rayamos los primeros papiros inventando tintas con ansias de eternidad.

Muchas neuronas han ordeno letras o símbolos para construir situaciones en mundos, y es suficiente para poder escribir y jugar a la permanencia sobre la naturaleza mortal. Los signos esconden amores y odios no correspondidos, secretos y verdades no contadas, deseos y desilusiones calladas, refugios y heridas encubiertas, cobardía y valentía baratas.

La literatura es el intermediario perfecto entre humanos.

Por eso escribo.

2 comentarios:

lenin pérez pérez dijo...

Xavier Velasco
Premio Alfaguara de Novela 2003

El sentido de leer

Escribir es leer. Leer es escribir. Escribo para complacer al lector que me habita, si bien hay días en que me complace irritarlo. Leo pensando en darle de comer a ese mismo individuo que gusta de escribir. Cuando alguien me pregunta para qué escribo, o para qué leo, siento la tentación de preguntarle para qué diablos ejercita su aparato reproductor. Vamos, que son legión quienes dan cualquier cosa por ejercitarlo, y en el primer descuido zas: se reproducen. Irresponsablemente, casi siempre. Un proceso infinitamente más caro y riesgoso que el de reproducir las ideas, pero difícilmente hay quien se cuestione su validez universal. Nadie se extraña cuando sabe que otros se reproducen, aun a sabiendas de que ciertos zopencos no deberían siquiera intentarlo.

En su abismal Helada -esa novela extensa cuya intensidad dio lugar a no más de dos puntos y aparte- Thomas Bernhard se pregunta, a través de un pintor de lucidez suicida, qué tan ruin y egoísta debe ser una madre para traer a un hijo a este mundo infeliz. ¿Lo dice así, tal cual? No, por supuesto. Lo leí hace ya tiempo y es como lo recuerdo. Seguramente ahora lo estoy reescribiendo, para incomodidad de sus lectores memoriosos, pero insisto: escribir es leer, y viceversa. Escribo para dar inicio a una suerte de juego cuyas secuelas nunca conoceré, pues no sé ni consigo imaginar qué clase de novela se construirá este o aquel lector, que al leer la tendrá que reescribir en la cabeza con una libertad que, como autor, me asusta. Pues el autor, al fin, es el provocador que intempestivamente se mueve de la escena una vez que termina con su parte en la fechoría. La novela ha dejado de ser suya, en adelante sólo vivirá gracias a quien se atreva a interpretarla, y así la reproduzca, deformándola.

Hay, entre la mano que escribe y los ojos que leen y por tanto reescriben, una complicidad equivalente a la de quienes se entregan al ritual prodigioso de la reproducción. Sobra decir que abundan los patanes dispuestos a ayuntarse con quien se deje sólo por deshacerse de sus demasías, pero existen también quienes encuentran mística en el ritual, y tras ella un genuino manantial de conocimientos. Pobre de aquel que logra la estúpida proeza de hacer impunemente el amor, pues me temo que tal cosa equivale a terminar de leer un libro sin jamás enterarse de qué trataba. En tal caso -y hay muchos, sobre todo en los años escolares- sería preferible no haber leído nada, toda vez que al hacerlo no se corrió más riesgo que el de quedarse igual, tantas hojas después. Se lee igual que se ama: con callado apetito de peligros mayores.

Me da un poco de asco leer sin apetito, tanto quizá como dormir a solas en compañía. Cuando se lee un mal libro, o uno bueno a destiempo, colabora uno poco o nada en su reescritura. Recuerdo ciertos textos escolares -asestados por profesores frígidos e incompetentes- cuya lectura rigurosamente obligatoria equivalía a un estupro neuronal. Se dejaba uno hacer, recorriendo las líneas y las páginas como el preso que se entretiene descontando sus días de cautiverio; o ya de plano se iba saltando renglones, hojas y capítulos. Da horror la mera idea de escribir un libro que estuprará al lector y lo forzará a odiarlo.

"Ándale, hijo, baila con tu prima", me empujaba mi madre enfrente de los tíos, cuando lo que realmente deseaba era largarme de una vez por todas de esa boda de mierda y acudir presuroso a la fiesta donde podría bailar con la que me gustaba, no con aquella prima papanatas. Y lo mismo pasaba con los libros que no me seducían. Prefería ganarme un cero en la materia de Literatura con tal de huir del libro obligatorio para refocilarme en la lectura de, digamos, Pantaleón y las visitadoras. Leer sin libertad es amar por la fuerza, que equivale a no hacer lo uno ni lo otro.

Camus se preguntaba la razón por la cual la gente se suicida, pues la sola respuesta habría resuelto la duda elemental de la filosofía. Con él, y en buena medida gracias a él, creo aún que la vida carece de sentido, y esa es la gran razón para vivirla. ¿Por qué leer, entonces? ¿Por qué escribir? Porque hacerlo, de entrada, no tiene sentido; y porque sólo haciéndolo se sabe para qué. Cualquier aventurero respondería lo mismo si alguien le preguntara por qué hace lo que hace. Para saberse libre, pues, para qué más.

MoonWalker dijo...

"Se lee igual que se ama: con callado apetito de peligros mayores."

"Leer sin libertad es amar por la fuerza, que equivale a no hacer lo uno ni lo otro."